Puntillismo
El puntillismo
o divisionismo es una técnica pictórica que consiste
en representar la vibración luminosa mediante la aplicación
de puntos que, al ser vistos desde una cierta distancia, componen
figuras y paisajes bien definidos. En los cuadros todos los colores
son puros y nunca se mezclan unos con otros sino que es el ojo del
espectador quien lo hace.
Cada uno de
los puntos que componen la obra tienen un tamaño similar,
de forma que el espectador no puede dejar de observar una perfección
que hace pensar en una imagen idílica congelada, como una
visión duradera de la realidad o la imagen.
A pesar de que
el puntillismo es considerado como la corriente continuadora del
Impresionismo, se aleja de éste en la concepción sobre
las formas y los volúmenes, y es que en el puntillismo, las
formas son concebidas dentro de una geometría de masas puras
siendo sus cuadros perfectos ejemplos de orden y claridad.
Según
Martín González, el cambio o evolución del
impresionismo al puntillismo se vio beneficiado por los estudios
teóricos y científicos de Cheveral, entre otros, sobre
el color y las formas que, si bien ya habían sido conocidos
y leídos por pintores de épocas y estilos pasados,
son los puntillistas los que lo llevan a su máxima aplicación.
Las obras de
Chevreul aseguraban que los colores, cuantos más puros fuesen,
tonos más interesantes conseguirían. Por ello los
puntillistas, una vez hechas las figuras sin mezclar ninguno de
los cuatro colores básicos -ni sus derivados- que utilizaban,
dejaban al ojo humano el resto: mezclarlos produciendo una imagen
vibrante, luminosa, armónica.
En Italia los
puntillistas adoptaron el segundo de los nombres expuestos, el de
divisionistas. Del país itálico destacaremos las obras
de Segantini y Previati.
El
centro de producción puntillista fue Francia, donde desarrollaron
sus carreras Seurat y Signac, máximos representantes de la
corriente y pintores que centrarán nuestra atención
más abajo. La relación entre ambos fue profunda.
Se conocieron
en la Sociedad de Artistas Independientes, grupo que acogió
y permitió organizar exposiciones regulares a aquellos pintores
que la crítica rechazaba por las osadas técnicas o
la falta, según siempre los academicistas, de técnica.
Eso mismo pensaban los impresionistas cuando en el año 1886
Pissarro insistió para que los puntillistas estuvieran en
la exposición impresionista de París, donde podrían
exponer junto con los grandes artistas del momento como Monet y
Renoir quienes, lejos de aceptar a los jóvenes pintores,
dejaron la exposición llevándose con ellos sus obras.
George
Seurat
George Seurat
(1859-1891) es considerado el iniciador del puntillismo. A pesar
de su corta vida, ha pasado a formar parte de la historia del arte
universal con sus obras basadas en la racionalización de
las emociones, las escenas y los colores.
Aunque
de formación clasista, desde joven mostró un especial
interés por los paisajes y los juegos de colores, siendo
Delacroix una de sus máximas influencias, adquiriendo su
gusto por el uso de colores vivos y terrosos; y es que, al igual
que hiciese el clásico francés, Seurat se interesó
por los tratados científicos que hablaban de conciliar el
arte con la ciencia utilizando cuatro colores básicos que
combinaría en su paleta: el azul, el rojo, el amarillo y
el verde.
Así consigue,
sin mezclar estos tonos en el lienzo, una composición de
manchas cuidadosamente colocadas, dando a sus obras una espectacular
calma y armonía. Seurat también admiró profundamente
a otros pintores como Piero della Francesca, Ingres, Poussin, etc.
Baño
en Asnières (1884) es un magnífico cuadro donde se
muestra una visión duradera de la realidad. En él
hombres y niños charlan a orillas del Sena bajo un fondo
del París industrial.
Un domingo de
verano en la Grande Jatte (1886) supone la obra más representativa
de dicho estilo donde podemos ver una serie de personajes vestidos
a la moda disfrutando de un día caluroso de descanso.
Paul
Signac
El otro seguidor
de esta técnica del puntillismo fue Paul Signac (1863-1935),
quien introduciría ciertos cambios respecto a su compañero.
Transforma los pequeños puntos en pinceladas más amplias
aportando mayor dinamismo a los cuadros que su compañero,
a pesar de que continua con las ideas científicas. Profundo
conocedor de estos tratados, publica una obra llamada Delacroix
au neo-impresionismo donde muestra su entusiasmo por la fusión
de arte y ciencia, de sentimientos y técnica.
De sus obras
destacamos El retrato de Feneon (1880), Saint-Tropez o El castillo
de los papas, estas dos últimas inspiradas en sus viajes
por el Mediterráneo, escenario de gran parte de su vida.